Cuentan que hace muchísimo tiempo, vivía en Montserrat un anacoreta llamado Juan Garí. Tenía fama de ser muy austero, sobrevivía comiendo frutos del bosque y bebiendo el agua de un manantial cercano a su cueva.
El demonio sintió envidia de este hombre santo, el cual era famoso por su piadosa vida y decidió amargarle la existencia, tentarle y poner a prueba su pretendida santidad. Dicen que Lucifer abandonó las cuevas del Salitre disfrazado de un ermitaño muy viejecito, con aspecto venerable, tratando de hacerse el encontradizo con Juan Garí. Y claro, se encontraron, el ermitaño preguntó al diablo quién era y dónde vivía. El demonio contestó a todas sus preguntas y además le dijo que estaba haciendo una penitencia en una cueva muy pequeña y que sólo salía, al exterior, una vez cada diez años.
Tan sabio encontró el ermitaño al diablo y tanto le admiró, que le tomó por maestro. Así, cada tarde se encontraba con él para explicarle sus dudas y todo lo que le pasaba. El diablo trataba de llenar de dudas y tentaciones al pobre Juan, pero ni siquiera con sus triquiñuelas conseguía apartarlo ni un poco de la santidad, pues su fe era firme.
Herido en su amor propio el diablo por la derrota ante el ermitaño, calculó una trampa con la que pensaba aniquilar al pobre santón. Vio que la solución estaba en demonizar, poseer el cuerpo de la doncella Riquilda , hija del conde Wifredo el Velloso. Y así lo hizo, la posesa no paraba de gritar que sólo se curaría si Joan Garí era el que le practicaba el exorcismo y por ello el conde Wifredo decidió llevarla a Montserrat inmediatamente. Allí, Juan Garí rezando en silencio la curó. El conde por miedo le rogó que admitiera durante varios días a su hija en la cueva, para que no fuera de nuevo poseída. Garí dudó, pero al final accedió. Inseguro de sí, al estar a solas con ella y ver que la tentación invadía sus pensamientos, fue a buscar al falso ermitaño. Éste, en lugar de apaciguar sus pensamientos, le enardeció más y lo instó a seguir sus deseos. Así, vencido por la tentación, fray Garí forzó la chica y la violó. Al tener consciencia del hecho, quedo horrorizado y fue de nuevo a pedir consejo al ermitaño, el cual le dijo que lo mejor que podía hacer era deshacerse de la chica y así quedar libre de la tentación.
Muerta la doncella, el ermitaño enterró el cuerpo en un lugar recóndito. Entonces el falso ermitaño se mostró de repente en su auténtico aspecto, y viendo Fray Juan, que el Diablo le había engañado, marchó llorando esa misma noche hacia Roma a pedir el perdón del Papa. Éste se lo denegó y le condenó a vagar por las montañas como una bestia, sin poder ponerse erguido, ni hablar con otro ser humano, ni lavarse. De este modo debía proceder hasta que Dios, en boca de un niño, lo perdonase.
Tardó tres años en llegar otra vez a Montserrat, donde vivió sólo durante siete años y cumplió su penitencia. Vivió en una cueva igual que una bestia, con el cuerpo curvado, cubierto de pelo, y alimentándose de raíces. Pasaron los años y un día unos caballeros le cazaron y le encerraron en una jaula para regalar semejante bestia al conde. En aquellos meses la condesa había dado a luz a un niño, el príncipe Miró y se festejaba su bautizo con toda solemnidad. Los caballeros que habían llevado la bestia al conde, la mostraron a todos durante la celebración del banquete. El público lo miraba con curiosidad y fue entonces, cuando el bebé que llevaba en el regazo la nodriza pronunció estas palabras:
¡Garí, ponte derecho, que tus pecados te han sido perdonados!
En aquel momento, ante la sorpresa de todos los asistentes, el ermitaño penitente se incorporó y el conde tras reconocer al santón, ordenó lavarlo y cortarle el pelo. Al preguntarle el conde por su hija, Fray Juan contó lo sucedido y pidió una penitencia por su pecado. El Conde magnánimo le perdonó y le rogó que le revelase el lugar donde se encontraba su hija muerta para darle un enterramiento digno.
La comitiva presidida por el ermitaño llegó hasta el lugar donde se encontraban los restos de la muchacha y para sorpresa de todos, la chica apareció sana y salva por obra de la Virgen. En agradecimiento, decidió quedarse en la montaña de Montserrat, donde el conde -feliz de reencontrar a su hija con vida, hizo construir un monasterio de monjas, que en el futuro sería llamado de Santa Cecilia, del cual la joven Riquilda, hija del conde, sería la primera abadesa.
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