Dentro de este cañón del rio lobos podemos encontrar numerosas leyendas, mitos, cuentos e historias. Desde el paso del Campeador por estos lares con sus mesnadas reclutadas en sus tierras de Tejeriza y Huerta del Rey, en su recorrido desde Silos camino del destierro. Hasta los mitos grialicos donde narran que el grial está escondido en las cuevas del cañón. O elucubraciones que quieren hallar tesoros del temple en cavidades ocultas en los pasadizos del lugar. Historias que pueden ir desde intraterrenos y de seres con traje y corbata que se aparecen de la nada, hasta los avistamientos de naves no identificadas y que pudieron ver personas de la zona allá por los años sesenta y que fueron publicados en las gacetas de la época.
Sea como fuere hoy te narraré alguna de ellas.
El apóstol Santiago a su paso por el cañón nos deja su peculiar leyenda.
Ésta, nos cuenta cómo el Apóstol Santiago, montado sobre su caballo, saltó desde lo alto de uno de los farallones del Cañón que rodean la ermita y fue a caer en el valle, al otro lado del rio. Cayendo sano y salvo de este salto imposible al otro lado del rio en el valle. Fruto de este salto y su posterior caída al suelo, se pueden ver impresas sobre la roca, las huellas de los cascos de su caballo sobre la piedra al aterrizar. Estando estas incrustadas cerca del camino hoy utilizado para acceder a la ermita desde el parking de Valdecea. Prosigue el relato y nos cuenta que al aterrizar dando gracias por estar a salvo, lanzó su espada, dicen unos, o su lanza, dicen otros, para que donde fuese a caer edificar un templo y así dar gracias por el milagro de tan imposible hazaña. Yendo ésta a quedar clavada en el lugar exacto donde se encuentra construida la actual ermita de San Bartolomé y a unos 750 metros de las huellas de su corcel, y del lugar de su lanzamiento. Prodigioso lanzamiento para nuestro santo aunque algunos cuentan la leyenda diciendo que ya desde el aire a medio camino del salto era cuando lanzaba la lanza, cogiendo esta de este modo el impulso suficiente para recorrer tan gran distancia.
Os invito a subir la pequeña cuesta del camino rural de arena que da paso a la entrada desde el parking de Valdecea, a escasos 120 metros de la fuente, y arriba en la cresta a mano derecha, en las piedras, al lado de una mata o arbusto pequeño busquéis de hallar las huellas que os muestro.
Otra de las leyendas que os quiero contar hoy surge de los labios de mi abuelo y pasan a formar parte del imaginero del narrador y escritor segoviano Ignacio Sanz, el cual redactó esta historia en su libro “El oro de la infancia y otros relatos”, tomo prestada sus palabras de esta fuente y de este paso leer como mi abuelo, tabernero del pueblo de Ucero hablaba de esta manera con un grupo de espeleólogos, dando pie a esta historia, un tanto increíble.
Ignacio Sanz.
«Hace años tuve oportunidad de escuchar junto a un grupo de compañeros uno de estos relatos en la taberna-panadería de Ucero por cuyo término se extiende el cañón de río Lobos. A ambos lados del cañón, sobrevolado de continuo por una inmensa colonia de buitres, se abren cuevas kilométricas y sinuosas que sirven para la práctica de explotaciones espeleológicas. En tal condición estábamos allí reponiendo fuerzas, tras topografiar la cueva de San Bartolomé, Víctor, el tabernero-panadero, un hombre corpulento con el rostro levemente enrojecido, se acercó a nuestra mesa. En ese momento, al final de la noche, la taberna se había quedado sin clientes. Sobre la mesa de madera reposaban los planos extendidos.
– Y todo esto -dijo señalando los planos- ¿para qué?
Le explicamos que aquellos planos se depositaban en la Federación de Espeleología y, además de censar una cueva, servirían para orientarse a los que posteriormente quisieran explorarla.
– Cuando estáis abajo ¿no tenéis miedo?
Nos echamos a reír. Llevábamos exploradas muchas cuevas y nunca tuvimos percances mayores.
– Aquí la gente no es amiga de las cuevas. Si una oveja se cae en una sima se la deja morir; nadie se arriesga a sacarla. La gente tiene miedo.
– ¿Y eso? -preguntamos.
Miró a izquierda y derecha con inquietud, como si temiera algo, acercó un banquete y comenzó a contar esta historia.
– Siendo yo un niño vivía en Ucero un pastor llamado Carmelo. Era un hombre soltero, algo misterioso y soñador, aficionado a sacar notas de una flauta que él mismo se había construido. Entonces se decía que en la cueva de La Galiana había un caballo de oro; en La Galiana baja, la que desemboca en el río. Pues bien, Carmelo decidió un día entrar en la cueva. Nadie hasta entonces se había atrevido. Llevaba un cirio de iglesia para alumbrarse. Otros dos pastores que tenían su rebaño por allí se quedaron en la boca, aguardándole. Pasaron los primeros minutos con inquietud, pero a los minutos se sucedieron las horas con alarma y Carmelo no salía. Los de fuera vocearon su nombre con desesperación sin encontrar respuestas a sus llamadas. Antes de que la noche se echara encima, vinieron al pueblo a guardar los rebaños y a dar cuenta de lo ocurrido. El pueblo acudió hasta la boca de la cueva. Algunos jóvenes entraron unos metros, gritaron su nombre, pero nadie respondía y, desesperanzados, volvieron a casa. Cinco días más tarde, cuando se tenía por cierta la muerte de Carmelo, nos lo trajo una tarde el coche de línea.
– Pero, ¿dónde has estado? -le preguntó la gente al verle bajar.
Parecía que quería hablar con los ojos, pero la lengua se le había paralizado. No volvió a articular palabra. Apenas si sabía escribir, pero supimos que un caballo de oro le había llevado a galope por pasadizos y galerías subterráneas, hasta un monasterio que dicen de San Pedro de Arlanza, en la provincia de Burgos, donde, por otra cueva, salió a la superficie tras tirarse del caballo; desde Covarrubias viajó hasta Soria y desde Soria vino aquí; siempre de prestado porque no llevaba dinero encima. No volvió con el rebaño. Desde entonces vivió apresado por una congoja y apenas salía de casa; al pasar por su puerta se oían dentro las notas de su flauta con la que siempre tocaba melodías lastimeras que encogían el corazón.
Las pocas veces que los chicos nos topábamos con él, le preguntábamos:
– Carmelo, el caballo que te llevó por la cueva, ¿era de oro macizo?
Y él, que ya parecía un ánima en tránsito hacía otro mundo, bajaba tristón los ojos e inclinaba la cabeza en señal de asentimiento. Unos meses más tarde le dimos tierra en el cementerio. ¿Os dais cuenta ahora por qué la gente de Ucero le tiene respeto a las cuevas? -nos preguntó Víctor.
– ¿Y no les atrae la posibilidad de adueñarse de ese caballo de oro? -preguntamos al tabernero.
– Si estuviera domado, todavía, pero siendo tan indómito es una temeridad. Prefiero ser un panadero vivo antes que un jinete muerto.
Y se echó a reír.
En nuestro deambular por las cuevas nunca nos topamos con caballos áureos ni argénteos ni de pura sangre. Los únicos bichos que revoloteaban entre las estalactitas y estalagmitas eran los murciélagos. Pero, tras escuchar el relato de Víctor, por temor a ser víctimas de un suceso con final tráfico como el del pastor, repentinamente nos embargó el miedo y decidimos disolver el grupo de espeleología y dedicar los fines de semana al senderismo de montaña, que apenas si encierra peligros.»
Nota: Los derechos de autor son de Ignacio Sanz
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